Barcelona y sus gentes somos víctimas del conflicto nacional entre Cataluña y España. Un debate en el que ya no se discute lo que podríamos ganar con una u otra forma de estado, sino que se buscan los culpables de todo lo que vamos a perder. Hoy ha sido la sede de la Agencia Europea del Medicamento. La semana pasada, la ruptura de un pacto de izquierdas que funcionaba en el gobierno municipal. Los costes económicos de la inestabilidad política también los pagaremos sobre todo en Barcelona y su área metropolitana: es la parte más cosmopolita del país y, por tanto, la más expuesta a los vaivenes de los negocios más globalizados, como la tecnología o el turismo. Sólo espero que esta situación no se acabe de cargar también la convivencia, aunque desde luego va a perjudicar durante mucho tiempo el desarrollo humano de este rincón del mundo.
Mientras tanto, la sociedad catalana se va polarizando entre dos bloques que cada vez se entienden menos, porque viven realidades paralelas. Con sus propios mitos, tópicos, héroes y villanos… Unos se amparan en la legalidad española y los otros, en la legitimidad de representar más o menos la mitad de la población catalana. Además, hemos llegado a ese punto peligroso en que la improvisación se hace necesaria, porque las hojas de ruta parecen haberse acabado por ambas partes. Pero los dos relatos contradictorios siguen alimentándose día a día. Y se consumen masivamente. Sin embargo, ninguno de los dos sirve para entender el conjunto ni aportar soluciones de futuro. Por ejemplo, hoy se acusan mutuamente de la pérdida de la oportunidad que representaba para Barcelona que ese bello edificio con forma de supositorio diseñado por Jean Nouvel se convirtiera en la sede de la Agencia Europea del Medicamento. A mí me parece evidente que la culpa del fracaso puede repartirse bastante equitativamente entre «el procés» independentista y la respuesta represiva por parte del Estado.
Llámenme equidistante si quieren, pero sepan que soy un ciudadano libre que se expresa sin tomar posiciones en función de unos u otros. Siempre he sido, por encima de todo, demócrata. También federalista y de izquierdas. Me duele y me indigna que haya gente en la cárcel por todo esto. Me asombran los independentistas que se dan cuenta ahora de las dificultades para llegar a una república catalana. A día de hoy, la independencia de Cataluña me parece tan inviable como la unidad de España. Porque es media Cataluña la que no reconoce a la otra media.
No sé qué tipo de primates gobernarán este país tras las elecciones del 21-D. Algunos monos no nos cansaremos de pedir diálogo para construir nuevos consensos. A veces tengo la sensación de que sólo los mal llamados «equidistantes» podemos llegar a comprender a unos y a otros. Pero quedarse en medio también comporta sus riesgos: si los dos bloques se siguen hinchando, podrían llegar a aplastarnos.
Soy catalán, español y europeo. Para mí, una cosa forma parte de la otra. Pero todas esas patrias me están decepcionando. Sí, también Europa, que vuelve a lavarse las manos ante este desaguisado. Creo que, cada vez más, me limitaré a decir «que soc de Barcelona» (y en verano, «em moro de calor», como cantaba El Último de la Fila). Pero si me fuera unos años a la otra punta del mundo, quizá cuando volviera me sentiría como Charlton Heston en el final de El planeta de los simios, gritando que «lo habéis destruido todo», que «maldigo las guerras» y «os maldigo a todos».